Nos hemos ido convirtiendo en urbanitas que regresan al pueblo y al campo a pasar las fiestas, como si con ello pretendiéramos purgar nuestra mala conciencia, nuestro abandono, nuestro olvido.
O, peor aún, nos hemos convertido en transeúntes que volvemos a la tierra, los fines de semana, para desintoxicarnos de la polución y del estrés, como si los aires del campo se hubieran transformado en una gigantesca botica con cualidades terapeúticas. Quizás sólo sucede que ya no necesitamos el paisaje, y ese alejamiento nos ha dado un vida mas confortable, pero no necesariamente mejor, ni mas digna.
O, peor aún, nos hemos convertido en transeúntes que volvemos a la tierra, los fines de semana, para desintoxicarnos de la polución y del estrés, como si los aires del campo se hubieran transformado en una gigantesca botica con cualidades terapeúticas. Quizás sólo sucede que ya no necesitamos el paisaje, y ese alejamiento nos ha dado un vida mas confortable, pero no necesariamente mejor, ni mas digna.
Sin embargo, para quienes crecimos a la sombra de las viejas higueras, esa voz del agua y de la tierra continúa sonando, intermitentemente, desde algún remoto rincón del pasado. Aquellas raíces continúan creciendo y multiplicándose dentro de nosotros en una silenciosa y devastadora metástasis. Aquellas raíces, que están entralazadas en los tejidos más hondos de nuestra memoria, las tenemos astilladas en algún órgano interior y ello nos lleva a volver siempre, cíclicamente, a nuestro origen, aunque nunca acabemos de quedarnos por completo.
Y algunas veces sentimos algo muy parecido a una ausencia, como si algún miembro esencial de nuestro organismo nos hubiera sido amputado: es el paisaje que nos falta; es el paisaje donde crecimos y que, invasoramente, nos sigue creciendo por dentro todavía.
Pedro A González