Allá por el año 573 en la recóndita Galicia profunda, el bosque se espesa hasta donde apenas penetran tímidos rayos de sol, peñascos gigantescos, troncos centenarios entreverados de líquenes y musgos, poblado por arbustos y coníferas, crecen el saúco, castiñeiros, carballos, mimosas, toxos, xestas, trebos, yezgos, como si el tiempo se hubiera detenido en el holoceno postgracial. Tierra de misterio, proliferan los anacoretas y eremitas. Gentes independientes, alimentándose de frutos silvestres, viven en soledad, aprovechando oquedades y cuevas que la naturaleza les ofrece.
Es llegado el momento en que una fuerza superior, un impulso, un mandato, arrastre y ordene a Ufrasio, Eusanio, Quinedio, Eatio, Flavio y Ruve abandonar sus cuevas, ponerse en camino para coincidir en un enclave, ahora abandonado, de origen desconocido, pero con el signo inequívoco de ser el final de su viaje. Allí estos monjes anacoretas heredarán dicho lugar iniciando la tarea de construir lo que más tarde llamaremos el Mosteiro de San Pedro de Rocas.
Su historia se pierde durante siglos y aparece la leyenda, siempre se mantuvo en sombras, abandonado por los continuos ataques de las partidas sarracenas que a través de la antigua vía romana les permitía aventurarse en tierras inhóspitas. El caballero Gemondus entre el siglo IX-X encuentra en ese lugar capillas excavadas en la roca y decide quedarse allí como ermitaño. Otros caballeros siguen su ejemplo formando comunidad. No menos de tres incendios, la desamortización y algún avatar más no impidieron que haya llegado hasta nosotros. Sin duda la soledad del lugar ha logrado conservarlo sin demasiado deterioro.
Fotografías: Nieves y Antonio Matamoros
Texto: Antonio Matamoros