Iglesia del castillo de Zorita de los Canes (Guadalajara)
Las piedras de todos ellos, sometidas a la acción devastadora del tiempo, entonan calladamente un grito y una queja que casi nadie se detiene a escuchar. Y esos castillos abandonados nos ofrecen la otra imagen, mas sombría, de una tierra entregada a la desidia, al olvido de sus señas de identidad, a la inercia administrativa y a la molicie burocrática. Y una tierra que da la espalda a las piedras donde se cimientan sus orígenes, está renunciando a sus propias raíces, a su memoria histórica, a sus más auténticas y profundas esencias. Los castillos, con su fría y recia voz de piedra, no son sólo un valioso patrimonio histórico, ni tampoco son sólo el andamiaje lítico de unas señas de identidad que hunden sus cimientos en la tradición y en el pasado; son también vigías que, desde sus atalayas y sus adarves, nos contemplan. Como las agujas de un gran reloj geológico, sus torres de homenaje parecen marcar un tiempo que no nos pertenece, que es el tiempo infinito de la historia, dentro del cual tan sólo somos una fracción insignificante y efímera. Sus murallas han resistido el embate de los siglos y el transcurrir de los imperios; han visto sucederse innumerables generaciones, y su destino, si se cumple, es continuar ahí cuando faltemos. No son piedra muerta. Son una viva realidad arquitectónica y paisajística, y constituyen un fiel reflejo de nuestro presente. Un castillo ruinoso y abandonado es un signo emblemático de decadencia, un metáfora de la indolencia y el olvido. Las piedras centenarias de nuestros castillos tienen escrita, con sangre, la historia que no quedó registrada en los manuales ni en los viejos manuscritos.
Texto de Pedro González
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