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El paisaje no es una mera cuestión de geografía. Los relieves y el perfil orográfico de un paisaje no son los que vienen trazados en los mapas, sino los que están adheridos a lo más profundo de nuestra memoria. Un paisaje, aunque se contemple a mucha distancia, es un tejido vivo que crece o se deteriora con los años, es como una planta invasora que no hace falta regar porque se alimenta de su propia nostalgia. Si la patria del poeta es su infancia, como reza la tan socorrida sentencia rilkeana, la patria de un hombre, la verdadera patria, es su memoria. Y esa memoria va, necesariamente, unida a las vivencias de la infancia.
Los que hemos vivido una niñez al aire libre, y hemos ido creciendo con la tierra al ritmo de las estaciones, rozando la escarcha de los inviernos y los oros de las mieses, lo sabemos. El paisaje no está ahi, en algún lugar, en la intemperie de los campos; va dentro de nosotros como un órgano que no se localiza en ningún sitio concreto, pero que tiene sus coordenadas y su espacio inalienable. El paisaje es un tejido vivo y rumoroso que forma parte de nuestra anatomía y sin su poderosa red de conexiones no serían posibles los recuerdos.
Los que crecimos en un pieblo lo sabemos bien. El paisaje sigue estando ahí dentro de nosotros, vivo y palpiante, incluso cuando ya ha desaparecido el entorno material del que formó parte, porque hay lugares que también se extinguieron con la infancia; pero esos lugares permanecen ahí, tienen voz y sonido, tienen al color y el aroma de las cosas perdurables.
Un paisaje es el sonido antiguo de los arroyos, el roce del aire entre las hojas de las arboledas, la anchura dorada y limpia de un campo de trigo; es también el color intenso de las amapolas y el verde de los racimos estallando en los sarmientos, el olor a tierra mojada de las tormentas de verano; pero es también al calor de los nidos, la sombra apacible de las huertas, un ruido de vencejos al caer la tarde, los perfiles azulados de unas murallas recortándose a lo lejos, las altas ramas de aquella higuera desde donde aprendimos a mirar al mundo...
Y ese paisaje esta ahí, atrapado para siempre, en una cartografía cuyas líneas están trazadas con la tinta turbia de los recuerdos.
Los niños cuya infancia careció de paisajes, arrastrarán siempre, aunque no sean conscientes de ello, una extraña carencia. Han cambiado los tiempos y hoy la infancia no tiene aquel sabor de pan con chocolate ni aquel sabor de las almendras amargas. Hoy la infancia es un paraíso impostado, un ámbito cerrado de terrazas sin macetas o de habitaciones con vistas a un patio de vecinos.
Los patios y los campos de entonces han sido suplantados por una realidad falsa y virtual, cuya única conexion con el mundose realiza a través del cordón umbilical de la fibra óptica. Y esos niños que crecen sin paisaje ya no tendrán nunca el sentimiento de la tierra. No lo echarán nunca de menos, pero habrá dentro de ellos un órgano dormido y atávico que, por falta de uso, acabará por atrofiarse. (Continuará)
Pedro A. González