Vivimos de espaldas al paisaje, que es como decir de espaldas a la vida. Somos ajenos a sus llamadas, a los signos con los que pretende llamar su atención sobre nosotros. El paisaje nos habla con la voz del agua, pero no lo escuchamos. Nos habla con la voz erosionada de la piedra, que es la voz profunda de la historia, pero no nos detenemos a oirla. Nos habla con la voz del trigo y con el ruido oscuro de los olivares, pero nuestros tímpanos permanecen ajenos a su llamada porque viven acostumbrados a unas músicas muy distintas.
Nos hemos ido convirtiendo en urbanitas que regresan al pueblo y al campo a pasar las fiestas, como si con ello pretendiéramos purgar nuestra mala conciencia, nuestro abandono, nuestro olvido.O, peor aún, nos hemos convertido en transeúntes que volvemos a la tierra, los fines de semana, para desintoxicarnos de la polución y del estrés, como si los aires del campo se hubieran transformado en una gigantesca botica con cualidades terapeúticas. Quizás sólo sucede que ya no necesitamos el paisaje, y ese alejamiento nos ha dado un vida mas confortable, pero no necesariamente mejor, ni mas digna.
Sin embargo, para quienes crecimos a la sombra de las viejas higueras, esa voz del agua y de la tierra continúa sonando, intermitentemente, desde algún remoto rincón del pasado. Aquellas raíces continúan creciendo y multiplicándose dentro de nosotros en una silenciosa y devastadora metástasis. Aquellas raíces, que están entralazadas en los tejidos más hondos de nuestra memoria, las tenemos astilladas en algún órgano interior y ello nos lleva a volver siempre, cíclicamente, a nuestro origen, aunque nunca acabemos de quedarnos por completo.

































